Un 26 de julio de 1952, a las 20.25, un locutor oficial anunciaba, con voz contenida, la muerte de la señora Eva Perón. Un parco y escueto mensaje que no por esperado provocaba un dolor menos profundo en el pueblo argentino.
A esa hora, a los 33 años, al morir Eva Duarte de Perón, Evita entraba a la inmortalidad de la mano de una muerte prematura cuya razón podría encontrarse en la enfermedad, que el odio de algunos festejó. Sin embargo, desde siempre hemos sabido, aun en contra de cualquier evidencia empírica, que fue la pasión de una entrega desmesurada la que aceleró su vida, consumió su salud y le dio, a Eva, la majestuosa dimensión de la tragedia.
Quiso el destino que quien fuera la abanderada de los humildes perdiera la vida muy joven, tan joven que el imaginario colectivo la ha dejado suspendida en el tiempo y fijada en su plenitud física como los héroes de las epopeyas clásicas, cuando todavía había tan poco lugar para las mujeres.
Eva, una mujer, “esa mujer”, interpelada una y mil veces por la política, la historia y las artes junto con la Evita de los recuerdos de nuestras madres que nos enseñaron a quererla, y la Evita de los cuentos con los que se las presentamos a nuestras hijas e hijos, nos lleva a preguntarnos: ¿Quién era Evita?
Seguramente quienes la recuerdan como una madre, que enseña a defender la propia dignidad en la entrega cariñosa de los primeros zapatos, los vestiditos abullonados, los pantalones largos, la primera muñeca o la única bicicleta, o quienes la recuerdan enfurecida, con los frágiles puños cerrados para contener el dolor de tanta injusticia, aporten las diversas miradas que construyen a una y múltiple Eva, que se reconstruye a sí misma una y otra vez a lo largo de la historia. Y, así como alguna vez Octavio Paz trató de entender la complejidad de una mujer como Sor Juana Inés de la Cruz, recurriendo a una ruptura temporal que le permitía verla en un campus de una Universidad norteamericana, en jeans y cargada de libros, podríamos, en este siglo XXI, retomar un ejercicio contrafáctico y colocar a Eva entre nosotras. Entonces, al decir de Feinmann, la ucronía se desboca imaginando cómo hubieran sido los distintos escenarios históricos alumbrados por la omnipresencia de Evita. Si pudiéramos encontrarla a la vuelta de una esquina, veríamos a una Eva encendida por las pasiones, capaz de amar pero también de odiar, “porque era así, sabía odiar”. Y Eva odiaría a quienes desarticularon la utopía de la patria libre, justa y soberana, a quienes sumieron al país en la miseria, a quienes utilizaron la tortura y las desapariciones para acallar al pueblo, a quienes se adueñaron de la cosa pública y la transformaron en un negocio privado cobijados en las sangrientas dictaduras y en las condescendientes democracias que nos llevaron al infierno. Esta Eva se empeñaría en distribuir los recursos de una tierra generosa para que los ricos fueran menos ricos y los pobres menos pobres. Evita se asombraría ante tanta indiferencia y desamparo y volvería a entregar colchones y frazadas, muñecas, pelotas y bicicletas, trabajo y viviendas a quienes, en un país en crecimiento, todavía no los tienen. Evita vería que, después de haber atravesado el desierto, algo hemos hecho en los últimos años para salir del infierno, pero no le alcanzaría para quedarse tranquila… Por eso, esta Eva descubriría el nuevo rostro de la oligarquía, que no es otro que el de la desigualdad y el no derecho a tener derechos, sería una Evita a la que -parafraseando a Unamuno- le dolería Argentina por la indiferencia, la hipocresía, la avaricia y el desamparo, esta Evita andaría sin parar hablando de la distribución del ingreso y recorriendo nuestros paisajes urbanos y rurales con las armas de su palabra de combate y entrega: “Siento deseos irrefrenables de quemar mi vida, si quemándola pudiera alumbrar el camino de la felicidad del pueblo argentino”. Mónica Capano
Mujeres Marchando